viernes, 28 de junio de 2013

Sobre el porvenir de la ornitología, un elogio hudsoniano

                                                                     
Hablar de progreso en la actualidad, al tiempo en que nuestro mundo parece ir día a día hacia el desastre, es hablar casi por exclusividad del progreso que la ciencia moderna sigue alcanzando, merced a sus continuos avances en las técnicas de prolongación de la vida, y a su progresiva tecnificación de la realidad planetaria.
Esto, a primera vista, debería ser un motivo de regocijo. El hombre que, durante tantos siglos desde la Edad Media, había buscado mejorar sus condiciones de vida y su entorno, hoy ha conseguido retrasar en varios años la presencia de su muerte, complejizando los métodos de extensión de sus años vitales y creando una plataforma desde donde vivir lo más cómodamente posible. Pero yendo hacia el fondo de la cuestión, el progreso científico como tal, entendido en términos holísticos, a pesar de lo que la ciencia pretende afirmar, carece por completo de ethos. El concepto de progreso que la ciencia ha llevado a cabo, penoso es decirlo, es meramente formal, implica tan sólo a la evolución de sus herramientas para mejorar su metodología. El hombre, en este caso, quedaría tan sólo en un segundo plano, como una excusa para el mejoramiento de la ciencia como sujeto, y no como predicado en pos del hombre. No caben dudas que las dos teorías científicas más innovadoras del siglo XIX, el positivismo y el evolucionismo, no trabajaban desde un plano ético, sino desde la pura materialidad científica. Resulta preocupante que aún en estos tiempos que corren, casi no se advierta en las currículas de carreras como medicina, biología, o física, materias o seminarios de estimable duración donde se enseñen a los físicos, a los biólogos y a los médicos sobre la importancia del pensamiento ético-filosófico, su historia y su herramienta disciplinar. Entre otras muchas cosas, esto ha llevado a que la comunidad científica de los últimos siglos trabaje en el más absoluto solipsismo, sin ningún tipo de enlace que unifique el criterio humano del hombre con el criterio biológico de la criatura. La concentración de los conocimientos, que desde el Renacimiento ha llevado a la ciencia a una especificidad cada vez más autista, no ha permitido que los científicos consiguieran entender la importancia de otros saberes que le brindaran un soporte “humano” a sus teorías. Así, al mero hecho de prolongar la vida del hombre con diagnosis más claras, medicamentos específicos y técnicas quirúrgicas de avanzada, la ciencia no sabe cómo distribuir demográficamente en la actualidad a una sobrepoblación de ancianos incentivada por la farmacología; sumado esto al progresivo aumento de la tasa de natalidad, fruto del perfeccionamiento de la neonatología y el cuidado de la lactancia. Este prolongamiento de la vejez y el aumento de la natalidad han provocado en los últimos cincuenta años una acelerada explosión demográfica que la ciencia, por sí sola, sin una ética en favor de lo humano, no puede solventar.
Otros avances científicos como el de la física nuclear han sido excesivamente puestos al servicio de la tecnificación y nuclearización del mundo. Que las ciudades industriales estén entrando en un proceso evolutivo de desarrollo técnico cada vez mayor no es un resultado azaroso de la invención humana: desde que la ciencia, con la instauración de la Revolución Industrial, funcionó como un apuntalamiento teórico para la complejización de las herramientas y maquinarias con que trabajaba el hombre, desde el momento en que la comunidad científica comenzó a colaborar más en el mejoramiento de la máquina biológica y menos en la salvación del hombre, la ciencia perdió su sentido primario: mejorar y curar la vida de los seres en el planeta. Como vemos, la falta de diálogo entre disciplinas ha provocado el vaciamiento espiritual de la ciencia moderna. Y es la ciencia, la cabeza de familia del conocimiento actual- la que mayor avances ha logrado en los últimos siglos- quien debe abrir el diálogo a los no científicos.

Por fortuna, tenemos un pequeño ejemplo del que partir hacia un cambio epistemológico, en una de las disciplinas más singulares de la ciencia moderna.
En su misma génesis, y como lo ha demostrado W. H. Thorpe (1979), la ornitología se estableció como un armónico diálogo entre hombres de ciencia y aficionados a la naturaleza. Su metodología científica no fue el solipsismo sino la conversación entre los unos y los otros.
Los primeros ornitólogos, Douglas Spalding o Edward Armstrong, por citar dos de los casos más célebres, no habían estudiado ninguna carrera científica. El primero era hijo de obreros y un simple observador de aves, y el segundo tenía el cargo de párroco en su juventud. No obstante ello, sus estudios etológicos relacionados con el comportamiento de aves silvestres fueron seguidos por grandes científicos como Julian Huxley o F. H. A Marshall, reconocido fisiólogo de comienzos del siglo XX.
¿Podríamos pensar hoy en un aficionado a la astronomía que hiciera un aporte crucial a la astrofísica? Difícil, y no sólo por la concentrada especificidad de un saber como el estudio de los cuerpos celestes.
La ornitología fue entonces la primer disciplina de la ciencia moderna que supo hablar a hombres corrientes y a científicos. Todo lo que éstos reclamaban de vitalismo creacionista o apasionada contemplación, aquellos se lo brindaban con su experiencia de campo; y todo el saber anatómico que poseían los zoólogos era una base fundamental con que cimentar las fichas literarias de los naturalistas.
Aquí hay un rasgo, una excepción dialógica que la ciencia actual debería considerar para sí.
¿Sería entonces descabellado proponer un giro hermenéutico, análogo al de la ornitología, para la ciencia?
El porvenir de la ciencia moderna, si quiere en verdad colaborar en el enriquecimiento de la naturaleza y en la mejora de la vida humana, debería estar en consonancia metodológica con la disciplina que estudia las aves.
Según lo que hemos podido ver, la ciencia- muy a pesar de los esfuerzos de los divulgadores más famosos del mundo- se está alejando cada vez más pronunciadamente de su objetivo primario. La falta de una crítica endémica dentro del campo científico, ha permitido que los especialistas pocas veces se detengan a estudiar los problemas sociales, espirituales y ontológicos que acucian al hombre moderno, y en verdad sólo la unión con el filósofo y el ético permitirá que la ciencia pueda contribuir a que el hombre sea cada vez más humano y menos máquina.
La ciencia, como la ornitología, debería coexistir entre aficionados y científicos. Todo lo que de viviseccionador tiene el científico, de estadista numérico y celular, el aficionado lo tiene de contemplativo ante la naturaleza: lo que no conoce más allá de sus revestimientos aparentes, lo deja en el halo del misterio. Y es esta combinación (entre el Sclatter de laboratorio y el Hudson de campo, en el libro pionero de la ornitología argentina, que ambos editaron en 1888) entre el humilde y el suntuoso, o entre la empiria y la teoría, lo que hace de la ornitología un campo de estudio y de contemplación del objeto nunca antes visto en las disciplinas ásperas y con escaso vuelo de la biología animal y de la ciencia.
Es por esto que la ornitología debería ser fuente de inspiración para las otras disciplinas científicas; fuente de integración y cosmovisión holística entre los amantes y los mesurados. Sin este enriquecedor diálogo, que a fin de cuentas habla del destino del trabajo comunitario que debería emprender todo campo de conocimiento, la ornitología sería tan sólo una ciencia museológica, de laboratorio, de vivisección y taxidermia del objeto de estudio. Sin los detalles poéticos de Hudson, el manual de Sclatter hubiera sido apenas otro tratado de fauna aviaria (no es fortuita nuestra cita hudsoniana: él fue el único escritor- mitad por aficionado, mitad por poeta de la naturaleza- que llegó a enriquecer como nunca antes ni después el campo literario de la ornitología: en él pensamos, cuando hablamos del naturalista y ornitólogo que entendió perfectamente los puentes que tiende la ornitología).
Esta metodología de trabajo comunitario es un aprendizaje que la ornitología, como fenómeno de labor conjuntiva por parte de especialistas y aficionados, le ha deparado a la ciencia. El estudio de las aves no colabora de manera exclusiva para la comunidad científica, abundando los anaqueles del especialista en fichas técnicas y burocráticas, necesarias es cierto, pero carentes de un espacio para la atención de un otro que admira un pájaro y no sabe cómo acceder a ese arcano llamado naturaleza.
La ciencia debería tomar prestado este modelo interdisciplinario. Para llegar a sobrevivir de su letargo espiritual y a/ético, necesita construir un enlace genuino entre el conocedor de ética y el especialista en ciencia, así como la ornitología logró la unidad entre el campesino sensible y el biólogo universitario. Sólo superando el paradigma solipsista, renunciando a la falta de diálogo con otras disciplinas y con hombres comunes, podrá la ciencia egresar de su maldición y de su equivocado predicamento.
Mientras esto no ocurra, la ornitología, sigilosa hermana menor del gran entramado científico actual, deberá continuar dando el ejemplo con su solitaria tarea de hacer puentes entre el hombre sensible y el científico racionalista, de reconciliar la belleza del mundo con la precisión analítica. Pensamos que todas las ramas de la ciencia actual deberían seguir ese mismo camino pionero que realizó hace menos de doscientos años la ornitología, y permitir así que la ciencia se aplique no sólo a curar las enfermedades instrumentales del cuerpo.
El llamado es urgente. La ciencia moderna precisa con exclusividad integrar al hombre común, allende sus conocimientos previos, así como la ornitología lo hizo en su origen, convocándolo a que le otorgue aquellos bienes de los que la ciencia carece. Mirar en el poniente el vuelo de un benteveo (pitangus sulphuratus), o describir el despliegue cazador de ciertos tiránidos son dos aspectos de una idéntica realidad. Es como indicar en un boletín científico los desastres biológicos que sobrevendrán en los próximos años por el exceso de población, y enseñar en los colegios el temprano cuidado del medioambiente.

Deberíamos aprender la lección de la filosofía occidental. En su génesis, Platón propuso para ella el diálogo socrático, la reciprocidad armónica de las partes, y por nunca saber ejercerlo, por preferir ante todo la soledad del monólogo, la filosofía pereció. Ojalá que no ocurra lo mismo con la ciencia, portadora de herramientas para mejorar la salud de los hombres y su ambiente. Al igual que en el discurso platónico, la ornitología que contempla pero también analiza, ha propuesto para la ciencia el desafío del diálogo. El destino del hombre entero, y no sólo el de sus partes biológicas, está puesto en juego.